Iglesias pequeñas: entre la soledad y la creatividad. (I)

Estimado Abel:

Prometí escribirte en vísperas de lo que la tradición de la Iglesia ha denominado el día de la conversión de Pablo. Y lo prometido es deuda. Prometí hablarte sobre qué significa para mí formar parte de un comunidad cristiana pequeña. Y ahora lo hago. Ser parte de una comunidad reducida tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Estoy seguro que esto ya lo has experimentado tanto tú en Miajadas como yo en Zaragoza.

No somos parte de esas comunidades a las que se les pueda llamar grandes y con andamiajes de autosostenimiento. No tenemos porque avergonzarnos de ello. Pero aun así nuestra mente no tiene descanso. Amamos lo que tenemos cerca y lo amamos sin complejos ni añoranzas. Nuestra realidad es diferente si nos comparamos con la de las grandes ciudades y es por eso que vivimos nuestra fe como si usáramos otro lenguaje y otra banda sonora. Ni mejor ni peor, sólo que distinta. Pero es precisamente este distanciamiento geográfico en el que estamos inmersos el que nos provee de la soledad necesaria para crecer como comunidades e individuos. Es como la problemática primaria de los árboles: cuando no pueden crecer en horizontalidad se impulsan hacia arriba buscando la luz del sol.

Sería una mendacidad de mi parte proclamarte que es el trabajo conjunto con otras comunidades y el número de personas que tenemos en los libros de membresía lo que nos asegura la bendición por Dios y lo que nos confirma de que estamos haciendo bien la misión. A esto tengo que decir no, rotundamente no. La realidad nuestra y la historia de la eclesiología no nos avalan en estas tesis. No es con razonamiento teológicos ni programas de iglecrecimiento que se pasa de ser una comunidad pequeña a una grande. Me temo que hay un elemento de encuentro y de emoción o de bienaventuranza, como quieras decir, que entra a formar parte de la fórmula. Así como Saulo se encontró con Cristo, nosotros requerimos encontrarnos también.

Tengo una minúscula sospecha, casi invisible, de que es esta soledad, la de estar lejos de todo y de todos, es la base sobre la que se sostiene la vida comunitaria más perseverante y benigna. Cuando estamos solos; es que descubrimos el valor de la unidad antes que nadie nos convoque a sínodos o asambleas. Es mediante este distanciamiento que nos hacemos concientes de que ya estamos juntos incluso antes de reunirnos. Quizás entiendas ahora porque tu carta leída a toda la Iglesia en Noviembre pasado me emocionó. La soledad que ella anunciaba la y queja que proclamó me mostró vuestra fragilidad; pero a la vez me contagió con fuerzas y esperanzas.

Me pregunto una y otra vez si lo que hacemos en nuestras comunidades, sea creativo o repetitivo cada domingo, no nos exige que tengamos un encuentro personal y comunitario con la soledad previamente. Ahora albergo la sospecha que cuando nos da miedo estar solos, como si fuéramos un Robinson en medio del océano, se nos está acotando la manera de expresarnos con identidad propia y una voz peculiar. Y es que la soledad nos agudiza la inventiva.

Como verás hasta ahora sólo te he enumerado algunos aspectos de lo bueno que conlleva ser una comunidad pequeña. Pero hay otra cara de la soledad y esta tiene que ver con la desesperanza y el apego a la tradición. En mi próxima carta abordaré estos temas.


Espero que un día puedas llegarte hasta este norte escondido, ahora, por la niebla. En la paz y en la gracia de Jesús.

Augusto

Comentarios