Soy pastor de ovejas y a veces las ovejas mueren.
Hace algunos años supe de la muerte repentina de un
amigo en un accidente de tránsito. Su esposa, Miren, decidió que sus dos hijos
menores de edad no participaran en el funeral ni fueran al cementerio. Sería muy triste para ellos, me comentó
ella en algún momento del velatorio.
Ahora, si Uds. lo permiten no quiero acabar esta
historia, pero si deseo compartir algunas ideas que albergo sobre la muerte, el
miedo y la esperanza de mis ovejas. No vengo a hablar de teología o dogmas
cristianas. Estoy aquí como el que sostiene la mano de los que dejan de
respirar. Con los años voy descubriendo que es muy difícil abrazar el dolor por
la pérdida de un ser querido y que en ese momento es duró confiar que un día
nos volveremos a encontrar con alguien que ahora hemos perdido. Pero la culpa
no es solo nuestra. Al menos no toda.
Vivimos en un mundo donde se hace una distinción
radical entre la alegría y el sufrimiento. Como la hacemos del blanco y el
negro. Escucho a muchas personas decir: cuando
estoy contentos no puedo llorar y cuando siento tristeza no puedo estar alegre.
Así que aquí estamos, viviendo en una cultura que hace todo lo posible por
mantener separadas la alegría y la tristeza. Y que nos invita a evitar a toda
costa el sufrimiento y el dolor porque son lo opuesto a la alegría y a la
felicidad. La enfermedad, la muerte, el dolor, todo esto hay que quitarlo de
nuestra vista porque no nos deja ver la felicidad que todos deseamos. O que nos
habían prometido.
La visión que Jesús de Nazaret ofrece sobre el tema
entra en contraste con la visión de nuestra cultura. Por ello que el
cristianismo más desconocido en estas tierras del Valle del Ebro sea acultural.
El cristianismo más primitivo compartió el criterio que la alegría se ocultaba
con frecuencia en medio del sufrimiento y que la mayoría de bailes que hacemos
en la vida comienzan con dolor. Entonces cobra sentido la sentencia de: si el grano de trigo no muere, no puede dar
frutos…
La cruz de los cristianos se ha convertido en un
símbolo de esperanza. Está en muchas partes: edificios, colegios, montañas,
cementerios, capillas, casas, colgadas del cuello, tatuadas sobre la piel. Pero
muy poca gente realmente sabe su significado, o al menos lo que significaba
para los que lo usaron por primera vez. Para algunos, la cruz, es señal de
muerte. Para otros es de vida. Para la mayoría es la sintaxis del sufrimiento,
del fracaso. Para unos pocos lo es de la alegría y de la victoria.
En tiempos donde la gente quiere escuchar la palabra poder, los seguidores del Cristo creen
que una manera adecuada de aceptar el sufrimiento que la muerta engendra es
sacarlo del aislamiento donde le tenemos y compartirlo. Hablar de él.
Tras la enfermedad y la muerte parte de nuestros
dolores se esconden, lo mantenemos oculto incluso para nuestra familia y amigos
más cercanos. Lo sano sería decir: Estoy
sufriendo. Me siento solo. Tengo miedo. Pero no lo hacemos. La cultura nos
dice que si decimos esto estamos mostrándonos débiles y dependientes. Así que
salir de nuestro aislamiento es una tarea ardua. Más ardua que recoger espárragos
a las dos de la mañana. Y es que de algún modo se nos ha enseñado a resolver
nuestros problemas por nuestra propia cuenta. Se nos ha dicho que no
necesitamos al Sr. Dios y nosotros nos lo hemos creído.
Los cristianos creemos que se nos ha encomendado el
cuidado de unos a otros, sean cercanos o lejanos, para que podamos levantarnos,
para que podamos consolarnos, para que podamos descubrir que la alegría después
de la muerte no es sólo para unos pocos, sino para todos nosotros. Pero esta
buena noticia no la emiten en las noticias de las tres de la tarde ni la
pública el Heraldo de Aragón.
Hay personas que me dicen que temen a la muerte y me
sostienen la mano con fuerza, cuando les visito en el hospital, como para que
no me marche. Para que no les deje solo. También tengo amigos que no temen a la
muerte. Pero lo más cotidiano, como el pan, es que tememos a la muerte. ¿Por
qué? La respuesta podría ser sencilla, pero no deja de ser dolorosa: el lento
deterioro de la mente y del cuerpo, los dolores de un cáncer que avanza,
convertirse en una carga para la familia, perder el control de nuestra propia
autonomía, que llegue el día que otros hablen por ti, o que nos digan medias
verdades pensando que así no sufrimos, olvidar lo que comí ayer, no recordar el
nombre de esa persona que viene a visitarte. Estas cosas son las que realmente
tememos. Y es que la muerte es sobre todo temor. Miedo. Olvido.
No podemos predecir la manera en que vamos a morir. Y
nuestras angustias al respecto son inútiles. Pero podemos prepararnos si
creemos que la muerte no es la total disolución de nuestra identidad. Sino que
hay más. Para Jesús de Nazaret la muerte es el instante en que se une la
derrota completa y el triunfo total. Por eso los cristianos han hecho de la
cruz una señal de esperanza. Así como Jesús fue levantado sobre la tierra la
esperanza cristiana nos levanta sobre la muerte.
¿Cómo se preparan los cristianos para la muerte? Los
cristianos no lo sé muy bien, puedo hablar de mí. Sospecho que estoy viviendo
cada día como si fuera un regalo. Especular sobre qué pasará en el momento que
dejé de respirar no me es útil. Y es que no les puedo hablar al respecto por la
sencilla razón de que no he muerto aun. Pero puedo contar que estoy viviendo
por fe. No tengo respuestas para todo. Pero estoy haciendo que cada día se
convierta en una celebración de gratitud. En un regalo. Un día dejaremos de
respirar y los hombres y mujeres con fe esperan que el Sr. Dios les reciba con
los brazos abiertos y les diga al oído: Bienvenido
a casa. ¿Qué como nos preparamos los cristianos para la muerte? Sospecho
que afirmando que lo que ya somos es la mejor manera de prepararnos para lo que
seremos. Y es que la esperanza es lo contrario al miedo. La esperanza echa
fuera el temor.
Ahora quiero retomar la historia que comencé narrando.
Mi amigo había muerto y su esposa decidió que los hijos no participan en el
funeral ni fueran al cementerio. Todos estos años el cementerio seguía siendo
un lugar de duelo para esta familia. Un día Miren me llamó para invitarme a ir
al cementerio, me dijo que había invitado a sus dos hijos.
Cuando llegamos al lugar donde está sepultado mi amigo
nos sentamos sobre la lápida y comenzamos a hablar de nuestras vidas, de nuestros
anhelos, de lo que nos gustaría hacer en el futuro, mientras comíamos unas
galletas con trozos de chocolate que había hecho Miren. Por unos largos minutos
este ya no era un lugar de muerte, sino un lugar para alegrarnos por nuestras
vidas y mirar el horizonte. Un lugar donde poder comer galletas con chocolate.
Cualquiera de las personas que nos vieron pensaría que estábamos locos. Una
tumba no era un lugar para comer y reírse.
Esa no fue mi última visita a un cementerio. He vuelto
muchas otras veces a despedir a las ovejas. A veces llevo en los bolsillos
alguna cosa para comer allí. Y es que creo que las lágrimas de dolor y las
lágrimas de alegría no deberían estar separadas. Ellas forman parte de la vida.
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