Atesoro recuerdos de mi profesora de literatura universal durante el
bachillerato. Y los guardo como si fueran un anillo con una inscripción
élfica o un broche con un sinsajo. Ella me preparó, sin saberlo, para lo
que vendría después: la universidad, el amor, Europa, la ilusión, el
Seminario, el academicismo, la misión en un territorio lleno de bárbaros
y el desamor. Ella fue la primera que me explicó con lujo de detalles
lo que era una metáfora y una parábola. Recuerdo que describió la
parábola como una forma literaria que nos auxilia a la hora de
ofrecer una enseñanza mediante un relato. Es una especie de cuento
simbólico.
¿Puedo citar un ejemplo? Pues podría ser el relato de los dos hombres
que suben al templo de Jerusalén a orar. Esto es una parábola muy
sencilla y tan clara como un vaso de agua. Sabemos que uno de ellos
posee una criticable confianza en sí mismo y por tanto necesita
menospreciar a los demás para llamar la atención sobre si. Pero esto no
es nuevo. Es tan viejo como el huerto que había en el oriente y donde
vivieron el Sr. Adán y la Sra. Eva hasta que fueron echados en lo que
fue el primer desahucio y que la teología llama la Caída.
Para mis amigos no cristianos que no saben la historia, la esbozo.
Tenemos delante de nosotros a un creyente orando. De esos que leen un
sólo libro. De esos de doctrina sanísima y ropajes recién planchados. De
esos que cuando oran parece como si se musitasen a sí mismo. Está de
pie. Y si prestamos atención hasta podemos escuchar su plegaria. Es una
oración autosuficiente. Poderosa. Mediática:
Querido Sr. Dios,
estoy muy contento porque no me hiciste como los demás hombres:
que son ladrones, que son injustos,que son adúlteros
ni como ese funcionario que está orando allá atrás en el fondo.
Yo práctico el ayuno dos veces por semana, y doy el diezmo de todo lo que gano.
Amén.
El otro hombre es un empleado público. Pero en su oración no hay
referencia a los demás. El habla de sí mismo. Así que con los ojos
puestos en los mosaicos del piso porque no se atreve ni a mirar al techo
no vaya a ser que se encuentre con el mismo Dios, se toca el pecho y
dice:
Sr. Dios:
Mantente cerca de mí, porque soy una persona imperfecta.
Amén.
Así que en días como hoy, cuando me enfrento a la cruda realidad de que
los hombres y las mujeres que acuden a las tertulias políticas de turno o
se apropian de un púlpito para expresar su manera de arreglar el mundo
echando fango sobre las demás opciones ideológicas, y me recuerdo de
Mercedes. Y hago memoria de los recursos literarios que nos ayudan a
leer las señales del tiempo en esta tierra de buenos y malos, de
progresistas y conservadores, de viejos y nuevos, de fariseos y
publicanos, de católicos y protestantes. Y entonces hago una oración de
gratitud por mi profesora de literatura desde mi cocina mientras unos
tortellini se cuecen al fuego lentamente.
Y es que los políticos de mis días sufren del síndrome del fariseo orante. O
lo que es lo mismo la vocación de hablar bien de sí mismo poniendo de
referencia lo perverso que son los demás. Y es una vocación a la que no
escapan ni los del viejo linaje ni los del linaje nuevo. Y entonces en
un acto de libertad de conciencia, de protesta, me levanto y apago la
televisión y me dispongo a preparar una salsa de piñones, albahaca, ajo y
aceite, mientras me digo: Sr. Dios, mantente cerca porque soy una
persona frágil, y falible, y equívoco, y aunque los demás no lo crean yo
no puedo hacerlo solo. No soy perfecto.
¡Querida profesora Mercedes, estés donde estés: gracias!
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