El viento frio del Moncayo recorre el valle del Ebro. Es invierno.
Hace ya siete años que descrubrimos la localidad aragonesa de Borja gracias a los retoque que la señora Cecilia Gimenez había realizado a la pintura del Ecce homo que estaba en una de las iglesia del pueblo. La imagen le dió la vuelta al mundo y los turistas no han dejado de llegar.
El
Jesús de Borja mira hacia el este de manera grotesca. Su pelo es rojizo
y encrespado. El cuello es grueso. La frente estrecha. Los labios están
difuminados. Como si nunca los hubiese tenido. Es otro Jesús. Poncio
Pilato no reconocería al Jesús, el judío que condenó a muerte, con este
aspecto.
También
yo tengo serias dificultades para reconocer a cierto Jesús que a veces
alguien me intenta vender como si fuera un telefóno móvil de última
generación. Y entonces lo que hay de protestante en mi se despierta y
sale afuera. El artículo Jesús no amaba a la religión, él amaba a las personas, leído en una publicación digital me
ha hecho recordar el Jesús de Borja y el arte de difuminar las
líneas y los colores de un dibujo con la secreta pretención de crear
movimiento.
El
título de ese
artículo es una muestra de la postmodernidad que habita entre nosotros y que resulta atractiva a ciertos hombres y mujeres que buscan soltar amarras con todo tipo de institución y que
abogan por una espiritualidad basada sólo en las relaciones afectivas
benignas. Y sobre esto quiero decir algunas cosas. A este modelo de
pensamiento no le basta con la gracia. No le es suficiente la fe. Le
resulta muy concisa la Escritura. Le es muy escueto el Cristo. Y el dar
gloria a Dios se ha convertido en un acto breve. Por eso se aboga por
algo más. Por una nueva era donde exista algo más tangible como el amor. O mejor dicho: de sólo el
amor. Desde lejos parecería una buena noticia, pero cuando te acercas y
ves, lo que palpas es una seudo noticia.
En mi credo personal albergo la certeza que Jesús amaba a las personas, pero esto no me
autoriza a decir que mostraba rechazo hacia la religión de sus padres o de
sus seguidores. Con quien tenía problemas Jesús era con los religiosos
de su tiempo. Y ahora los sigue teniendo, pero con los religiosos de
nuestra época. Intentar sacar a Jesús de su contexto judío es una mala
práctica exegética. Nació y murió siendo judío.Y esto no nos tiene
porque quitar el sueño.Que sean otras cosas las que no nos dejen dormir.
Jesús
era un judío religioso. Y esto nos puede gustar más o gustar menos,
pero no lo podemos cambiar. Los evangelios canónicos, fuente de nuestras
referencias
más básicas y primarias, nos dicen muchas cosas al respecto. Nos dicen,
por ejemplo, que iba
el sábado a la sinagoga de Cafarnaúm, que leía las Escrituras, que
prácticaba buenas
obras, que ayunaba, que peregrinaba a Jerusalén y que guardaba las fiestas
reglamentarias de
los judíos.
Si
eso no es ser religioso, sociologicamente hablando, entonces los veinte
siglos de catecumenado nos han transvestido al Jesús de las Escrituras
y nos han colocado frente a un Jesús que lo único que sabemos de él es
que amaba. Un Jesús difuminado que caminaba sin patria, que hablaba sin cantos, que asistía a bodas sin bailes, que se sentaba a una mesa sin
pan y vino y que miraba a Jerusalén sin espinos.
La cultura imperante es un hueso duro de roer, ya lo sé, y no se cansa de repetirme a los cuatro vientos que: o se ama a las personas o se es religioso,
pero que las dos cosas a la vez no se pueden ser. Es la misma que me
dice que sólo puedo hacer uso del color blanco o del color negro
cuando dibujo un paisaje con cuervos y palomas. Unos adoptarán este
precepto y lo izaran como estandarte. Pero yo no lo haré.
El
viento frío del Moncayo recorre el valle del Ebro. El invierno es muy
permisivo con los cuervos; pero implacable con las palomas.
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